ELLA, O LA INCONGRUENTE REALIDAD DE LA IMAGINACIÓN
Por: Elmor Zillón
Blanco
El poeta que vino
de la oscuridad
Caminaba yo, distraídamente atento por el bordillo, cuando
me sorprendí a mí mismo observando la abigarrada y uniforme muchedumbre que
llenaba la desierta avenida. De pronto, en un eterno instante, oí que me
llamaban por mi nombre con una voz distinta a la mía. Sin dejar de caminar, con
pausada rapidez, describí un giro de 360 grados y de pronto me topo cara a
cara, boca a boca, y pie a pie, con ELLA. Como en una imaginaria fábula, me llené
de su dulce belleza inhóspita. Verla tan
hermosamente desgarbada, luciendo, majestuosa,
como una reina de belleza, su habitual desaliño, fue más de lo que mi pobre
corazón podía soportar. Creí que mi alma desfallecería de tanto amor. ¡Pero no
pudo ser! Mi pobre corazón, sin haber
muerto aún, resucitó completamente vivo después
de haber bajado al frío averno. ELLA, con su cálida frialdad, me miraba con sus
ojos cerrados, como diciéndome sin decirlo que la siguiera con mis propios
pies. Tranquilamente alarmado ante su tímida osadía, me dije mentalmente en voz
alta, que éste debía de ser mi día de suerte. Voluntarioso como un autómata, seguí
su estela que, cual buque mercante, deja su honda huella en el sinfín infinito
del mar océano y penetramos en el parque ubicado al final de una lejana
cercanía. Caminé tras ella hasta que nos detuvimos frente al broncíneo monumento
de piedra levantado en memoria de aquel glorioso soldado desconocido que había muerto
cuando estaba vivo, y cuyo cuerpo, inmortal como los dioses del Olimpo, nunca
fue encontrado. Después, tampoco fue hallado entre los difuntos que murieron el
día de su muerte.
Luego, en silencio, ELLA me pidió en voz alta que la esperara sentado de
pie junto a la estatua ecuestre del glorioso caminante –tal parece que en
aquella época aún no se habían inventado los caballos–. Afuera, en la calle,
hacía un frío veraniego que congelaba las palabras antes de ser pronunciadas. Adentro
también hacía calor. Al mismo tiempo que camina con sus alados pies, flotando con rumbo
desconocido hasta el sitio donde me encuentro saboreando un delicioso helado
caliente, ella sonríe como sonriendo y suspira como suspirando por las cálidas
delicias de un café helado. Tal como errante lucero que brilla en el cielo
encapotado de una noche primaveral de verano, la imagino riendo y
bailando al son de la música dibujada con arte y maestría en el canto
matutino de las aves nocturnas que
pululan por doquier en el frondoso y agostado desierto de mi alma enamorada. Tan
delicioso es el sabor del insípido amor que ella inspira en mí, que se puede comparar con la profunda hendidura que traza el afanoso
labriego en la negra y fértil tierra de un erial seco y espinoso.
Terminando de disfrutar el
exquisito helado caliente, me dediqué a escuchar el libro escrito con letras y
símbolos que mi amigo Pedro me había obsequiado la mañana siguiente y que debía
devolverle esa misma tarde. Al otro extremo de la plaza, un grupo de música
Rock, el Heavy Light Metal Music, deleitaba con su música gregoriana a una
nutrida concurrencia calculada entre 12 y 13 personas. Al fondo se oía el
aullar de las palomas y el trinar de los perros callejeros que, uniéndose al
unísono espontáneo del armonioso vaivén de las ondas sonoras que, ilusionadas, dibujaban en el espacio etéreo, un sublime
ruido semejante al aullido de una bandada de mariposas, danzaban, inmóviles al
compás de la celestial música. De pronto miré al otro lado del ocaso y con
pálido rubor me percaté que el sol comenzaba a levantarse en el horizonte,
abrazándonos con su oscura luz primaveral. Yo mismo me sentí superficialmente
conmovido en mi interior.
Recién había terminado una feliz relación tormentosa con una fémina mujer
que me había llevado al borde del auto suicidio. Apenas iniciaba el comienzo a
una nueva vida. Una nueva vida que me traería novedosas nuevas. Una vida que me
traería una alegre felicidad o una feliz alegría. ¡No importa cuál de las dos
bendiciones llegara primero! ¡Lo que importa es saber llegar! Sentía renacer
mis vanas esperanzas. Ahora sentía que podría sentarme a esperar lo inesperado.
Sabía que el futuro porvenir algún día habría de llegar.
Reponiéndome con presteza de mi claustrofobia mental, y actuando con
obligada espontaneidad, me acerqué caminando con mis propios pies, donde estaba
ELLA. Tenía que decirle la verdadera verdad. La verdad lisa y llana. Sin
elevaciones ni depresiones. Tampoco podía presentar arbustos ni abrojos. Tenía
que sacar fuera de mí, todo lo que sentía en el fondo de mi humilde corazón. Un
corazón enamorado que hacía circular mi roja sangre por estrechas venas y
avenidas con un solo motivo: amarla a ELLA
como tantos otros la habían amado antes que yo. Aunque me despreciara por
mi cobarde audacia, tenía que hablarle hoy mismo. No podía ser otro día.
¡Mañana ya no sería hoy! ¡Oh, nefasto destino el mío que me ha premiado con mi
negra suerte! Entonces, sacando fuerzas de mi debilidad, le dije con dulzura: ¡Detente
un momento fugaz, que tenemos que hablar!
ELLA me miró con su atenta indiferencia como pensando en otra cosa y se
levantó de su asiento. Al ponerse de pie me percaté, por vez primera, que era
una mujer alta de mediana estatura. De pie, su espalda se notaba ligeramente
muy encorvada. Poseía el secreto encanto de una rara e indescifrable belleza.
De la belleza propia de la mujer nativa nacida en lejanos países. Al caminar,
cojeaba de ambos pies. Su imagen me recordaba la grácil figura de un pesado y alado
ser mitológico que habita en el multitudinario desierto de Ulises y Odiseo. En
su armonioso y desquiciado andar, cual Helena de Troya, envidiada por la misma
Cleopatra, se notaba una oculta y resplandeciente belleza interior. No era la
primera vez que presenciaba tan mágico
espectáculo que nunca antes había visto.
—Ante semejante visión imaginaria, mi alma, impertérrita, se postró de
pie ante Ella; y siendo yo un ateo devoto, sentí la inminente necesidad de auto
arrodillarme ante el altar del Creador y llenarme de su helado fuego celestial.
Busqué desesperadamente en mi memoria la dirección electrónica de una cercana iglesia
apócrifa o de un pecaminoso bar cuando de pronto, repentinamente, veo con mis
propios ojos un arbusto verde con flores anaranjadas de color rosáceo. Sus
pétalos también eran del mismo color grisáceo verdoso. Sin querer, caí de
bruces ante semejante aparición. Permanecí echado en esa extraña posición un
rato eterno. Me sentía excitadamente calmado, en paz conmigo mismo. ¡Qué
delicioso y perturbador momento! De pronto, sentí como si una corriente de agua
líquida y tibia mojara mi cara. Creí que era el mismo padre celestial quien,
amoroso, enviaba su tierno rocío matinal para bendecirme. ¡Qué sublime sensación!
¡Qué glorioso momento! ¡Me sentí casi al borde del paroxismo! ¡Me sentí en
pleno éxtasis extasiante! ¡Qué momento tan inolvidable! Levanto mi cara al
cielo para agradecer tan sublime acto, cuando me percato que un horrible ser
humano, beodo y borracho descargaba su horrible vejiga sobre el arbusto desde
el lado contrario al sitio donde me encontraba echado. Al instante, y con
calmada rapidez, le grité en silencio al oído, todo el desprecio que me merecía
aquel hombrecillo por orinar en la calle. Miré alrededor mío, como buscando encontrar
algún e inesperado desconocido objeto. Tan
desconocido era lo que yo, afanoso, buscaba, que yo mismo, en persona, no sabía
qué cosa era aquello lo que deseaba encontrar. Después de una infructuosa
búsqueda, pude encontrarlo completamente. Yo no sabía qué cosa era, pero lo
encontré. Levemente más turbado que gato escaldado, y secándome la cara con la
manga de mi camisa, regresé donde estaba Ella y la estreché entre mis brazos.
Me pidió que no. Que otra vez sería la primera vez. No estaba seguro si se refería
a mí o a otra persona. Con veloz precaución, la liberé de mis propios brazos y
me aleje un poco definitivamente de su presencia. Le conté que la amaba desde
que era un niño en mi infancia. Le hablé en silencio de mi realidad virtual. Le
dije que desde hacía mucho tiempo inmemorial, sentía hacia ella una antipatía
simpática que lentamente fue tornándose instantáneamente en un amor eterno para
toda la vida. Le hice saber que su sola presencia me provocaba un dolor
exquisito e insoportable en el corazón. Le juré que la amaría mientras
estuviese vivo o que la amaría hasta el día que muriera.
¡ELLA era la mujer que me hería tiernamente! ¡Sentía que ELLA me convertía en un inquieto ser dominado por la deliciosa inercia de un eterno movimiento inmóvil! ¡Cuando Ella me dirigía sus luminosas palabras con glacial ardor, yo sentía que me elevaba hasta las profundidades de la plana llanura, para luego hundirme en el pináculo del amor! ELLA representaba, en mi alocado devenir por allá, o por acá, la breve eternidad de una estrella fugaz.
¡ELLA era la mujer que me hería tiernamente! ¡Sentía que ELLA me convertía en un inquieto ser dominado por la deliciosa inercia de un eterno movimiento inmóvil! ¡Cuando Ella me dirigía sus luminosas palabras con glacial ardor, yo sentía que me elevaba hasta las profundidades de la plana llanura, para luego hundirme en el pináculo del amor! ELLA representaba, en mi alocado devenir por allá, o por acá, la breve eternidad de una estrella fugaz.
Le insistí con insistente insistencia, que era Ella, el lucero mañanero
que, en el cielo encapotado de una noche tormentosa invernal, ilumina la
resplandeciente oscuridad con su apagada y nívea luz. Desde que la había
conocido, dos semanas atrás, estaba convencido que ELLA era el amor de mi vida.
Podía decir que la había amado toda la vida. En ese momento, olvidando todas
las inútiles buenas costumbres adquiridas en largos años de penosa y lamentable
vida libertina, deseaba con frío ardor que ELLA se convirtiera en mi dueña y
señora esclava mía. Pero no tuve la
tímida valentía de los lerdos audaces. ¡Oh! ¡Malvado y bendito influjo Cupidiano que ELLA ejerce
sobre mi penosa e ilustre vida! ¡Qué cruel y tierno me resultaba aquello! ¡Sin
saberlo, ELLA hace que yo me convierta en el poeta de la oscuridad que
resplandece en medio de los áureos rayos
del dios Febo! ¡Qué grande y milagroso poder tiene el inodoro y fétido amor
con su fértil e infecunda fragancia!
¿Cómo puede una
persona enérgicamente parsimoniosa como yo, mostrarse tan incapaz a la hora de
expresar sus sentimientos más etéreos? Pues, ¡No lo sé! ¡Sólo sé que al tratar
de hablarle sentía que el aire me asfixiaba. Sentía que el aire me ahogaba. ¡El
aire no me dejaba respirar! Me sentí
felizmente frustrado cuando al mirar el embrujo de su rostro angelical, ELLA,
taciturna y alegre me decía palmariamente que probablemente no había escuchado
nada de lo que estábamos platicando.
¡Qué espléndido sentimiento de amor me invadió! ¡Un hermoso sentimiento de amor
tierno y desgarrador se había adueñado de mi ser! ELLA me había herido en el corazón. ¡Ella me
había abierto una herida que dolía atrozmente
sin dolor, una herida que ardía sin ardor! Quise detener el tiempo.
Quería dar marcha atrás para evitar que mi corazón siguiera engañándome con la
incierta certeza de una falsa verdad. Sentí la necesidad de expresar un deseo:
¡oh, negra muerte! ¡Ven a buscarme! ¡Pero no me lleves todavía, que aún debo
cumplir mi destino: Luchar en paz para conquistar el desierto de su amor!
Al darme cuenta de su atenta mirada ausente, mirada que me miraba sin mirarme, me dije a mi mismo mentalmente: Elmor, estás perdiendo el tiempo, pensando y pensando.
Al darme cuenta de su atenta mirada ausente, mirada que me miraba sin mirarme, me dije a mi mismo mentalmente: Elmor, estás perdiendo el tiempo, pensando y pensando.
Conturbado, miré hacia arriba como para saber si el cielo seguía allí
donde lo había dejado la última vez que lo había visto. Me sorprendió
encontrarlo inmóvil en su eterno deambular sin rumbo por el espacio. En mi
ignorancia enciclopédica sabía que ignoraba muchas cosas. Como no soy religioso
y tampoco soy ateo, sólo me quedaba
darle gracias a DIOS por no creer en nada. Entre las infinitas alternativas que
se me presentaban, sólo podía hacer una sola cosa: ¡regresar a mi casa! Sin
decirle adiós, sin pronunciar siquiera una palabra hablada, me eché a caminar
por la estrecha y oscura callejuela, asombrosamente ancha a esa hora del día.
Con mi morral lleno de cosas vacías terciado a la espalda iba cantando en
silencio acompañado de mi eterna soledad. Sólo quería llegar a mi hogar donde
vivía viviendo.
¡Hacía apenas un instante, un instante infinito, que la había dejado y
ya sentía una enorme nostalgia por ELLA! En el estruendoso silencio que siguió,
se escuchaba el volar de una mariposa en su afán de posarse en una flor. Sentí
una triste alegría al pasar cerca de una joven sentada en el hombrillo, y
observar las frustradas intenciones amorosas de un zancudo tullido, que luchaba
denodada y apaciblemente para clavarle su aguijón y robarle un poco del rojo
líquido vital que corría por las venas de la chica. Pensando mentalmente, caí
en cuenta de una triste y dulce verdad: ¡Cuando duermo es cuando observo mejor
las cosas! Por tal razón, dejaré este relato aquí y lo continuaré mañana pues estoy cayéndome de sueño. Y necesito
pensar. Necesito dormir. ¡Necesito estar con ELLA!
Ya llegó el siguiente día. Es un día nuevo. Acabo de despertar. Me he
quedado dormido. ¡Dios Santo!... ¡Qué tarde es! He dormido más de lo que no
acostumbro. Al cabo de un rato, de inmediato, salgo de la cama y con rapidez me
visto lentamente. Al salir de casa y entrar en la calle, observo, sorprendido, que
a pesar del intenso tráfico vehicular, la avenida luce completamente despejada.
Para no perder tiempo, decido caminar a pie hasta mi trabajo donde laboro día a
día. Debo andar 25 manzanas caminando con mis pies, para llegar al sitio donde
trabajo sin hacer nada. Para evitar el cansancio y el sudor, decido ir
corriendo despacio. Al doblar la esquina casi me tropiezo con una mujer ciega que,
invidente, mira las luces del semáforo con sus ojos llenos de luz sin brillo, para
cruzar la avenida apenas éstas cambien. Sin prestar atención a lo que ocurría a
mi alrededor, miro mi reloj y con sorpresa me doy cuenta que lo tengo parado.
Tuve el impulso de celebrar el hecho que hacía mucho tiempo no ocurría, pero me
contuve. Con la nívea claridad que produce la presencia de un hecho confuso, me
preguntaba a mí mismo: ¿Será que el tiempo se detuvo? O.... ¿será que mi reloj
se me había dañado? Como si no fuese bastante con semejante duda, me acometió
una nueva interrogante: ¿Estaba a tiempo para llegar a mi trabajo o iba retrasado?
¡Oh, Dios mío! ¡Qué dilema! No podía evitar preguntarme: ¡Oh! ¿Y ahora quién
podrá ayudarme? ¡Y ELLA no estaba allí conmigo!
Consciente de que mis días de infancia ya
habían pasado, y por lo tanto no podría sentarme a esperar a que ningún
personaje viniese en mi ayuda, me dispuse a regresar a mi hogar. Necesitaba
aclarar mis dudas y mis angustias. Necesitaba pensar. No asistí a mi trabajo. Necesitaba
dormir. ¡Necesitaba pensar en ELLA!
Ya era de noche oscura cuando desperté. Abrí los ojos y lo primero que
me doy cuenta es que estaba despierto. Asombrosamente, estaba acostado en mi
cama, en mi habitación. Afuera llovía a cántaros. Siempre llovía en raras
ocasiones. Pero ese día, la lluvia era diferente. Caía una lluvia seca, hostil,
empapante. Era una lluvia fría y cálida. Incrédulo, notaba que las gotas,
grandes y gruesas caían afuera, en el techo de la habitación y no me mojaban, ¡ni
siquiera me salpicaban! ¡Misterios de la
vida! ¿Y ELLA? ¿Estará mojándose? ¿Estará seca? ¡He allí el dilema! ¡Un nuevo
dilema existencial para la humanidad humana del hombre.
A través de la ventana se veía un hermoso arco iris nocturno perfilarse
contra la oscura montaña que se levantaba al fondo del valle. Pajaritos
multicolores serpenteaban entre los automóviles que, inmóviles por las largas
colas que se formaban en las grandes y estrechas avenidas, se apresuraban por
llegar a sus destinos. Sus revoloteos y sus alegres aullidos matinales daban
vida a la noche citadina y alumbraban el camino del cansado caminante quien
esperaba, con peatonal y angustiada resignación, a que amainara la llovizna
para abordar el transporte que lo lleve a su hogar. ¿Habrá ELLA llegado a casa?
La láctea oscuridad avanzaba inmóvil con rapidez. Las sombras de la
noche cubrían con rapidez las oscuras calles de la ciudad. El olor a tierra
mojada se mezclaba con el fétido perfume de las nardos y de las azucenas que a
lo lejos florecían en grandes manadas en las laderas de las planas montañas que
rodeaban la ciudad por un solo lado. Esta mezcla de hechos fortuitos fríamente
calculados y sentimientos dulcemente contradictorios renovaron en mi interior la eterna y efímera necesidad
de verla a ELLA de nuevo. ¡Otra vez ELLA! ¡Siempre ELLA!
ELLA y yo somos absoluta y parcialmente complementarios en el amor.
ELLA, tímidamente espontánea por naturaleza, con su veloz y pausado hablar,
llena de palabras sus instantes de silencios y me hace sentir que cuando
callada está, pareciera ausente; y hace, como por antojo, que yo, extrovertido,
en mi escasa y fértil verborrea, llene de silencios mis pocas abundantes palabras.
¿No es esto complementarse en el amor? Cuando ELLA habla, yo escucho. Pero
cuando yo escucho, ELLA habla. ¡Oh amor! ¡Infinito y limitado amor! ¡Mayúsculo
como las dimensione atómicas y al mismo
tiempo minúsculo como el espacio sideral!
¡Eso y más que eso es ELLA para mí! FIN.
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