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"DESDE MI GUATEQUE"
¡PRIMERO MUERTO QUE CACATÚO!
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FALACIAS CRISTIANAS:
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Jesús y Apolo: ¿Mitos o Realidades?
Por Carlos G. Hernández R.
Por Carlos G. Hernández R.
Hoy tengo veinticinco siglos de
edad. He estado muerto durante muchos
años. Mi lugar de nacimiento fue Atenas. Mi tumba, con vista a la blanca gloria
de Atenas y las brillantes aguas del Mar Egeo, no estaba lejos de la tumba de
Jenofonte, ni de la tumba de Platón.
Después de dormir en mi tumba
durante tanto tiempo, desperté repentinamente —no puedo decir cómo ni por qué—
y fui transportado por una fuerza que estaba más allá de mi control, a los días
actuales y en esta nueva ciudad. Arribé aquí
al romper el alba, cuando el cielo aún estaba aburrido y somnoliento. Mientras
me acercaba a la ciudad, escuché el sonido de las campanas, y un poco más
tarde, encontré las calles atestadas con grandes multitudes de gentes bien
vestidas y en grupos familiares que iban y venían de un lado a otro.
Evidentemente, no se dirigían a sus trabajos ya que estaban acompañados de sus
hijos vestidos con sus mejores ropas y con una expresión de placer en sus
rostros.
—“Debe ser un día de fiesta y
adoración dedicado a uno de sus dioses”. —murmuré para mí.
Mientras observaba los
alrededores, vi a un caballero en elegante y pulcro traje negro, sonriendo y
con su mano extendida hacia mí mostrando una gran cordialidad. Debió haber
adivinado que yo era un extranjero y deseaba tenderme su hospitalidad. Yo
acepté agradecido, y estreché su mano. El presionó la mía. Nos vimos un momento
directamente a los ojos en silencio. Él comprendió mi desconcierto en medio del
nuevo ambiente que me rodeaba y ofreció iluminarme. Me explicó los sonidos de
las campanas y las multitudes festivas moviéndose en las calles. Era un día
domingo. Domingo antes de la Navidad y por eso, la gente estaba yendo a la
“Casa de Dios”.
—¡Por supuesto que tú también estarás
yendo! Le dije a mi amistoso guía.
—¡Sí! —respondió él—. Yo dirijo el culto. ¡Soy un sacerdote!
—¿Un sacerdote de Apolo?
—pregunté yo.
—¡No! ¡No! —replicó él,
levantando su mano, como demandando silencio.
—¡Apolo no es un dios! ¡Él
solamente es un ídolo!
—¿Un ídolo? —susurré, tomado por
sorpresa.
—Yo percibo que tú eres griego
—me dijo el amigable guía—. Y los griegos —continuó el hombre—, a pesar de sus
distinguidos logros, eran un pueblo idólatra. Ellos adoraban dioses que no
existen, Construyeron templos a divinidades que eran simplemente nombres
vacíos.
El hombre insistió:
—Apolo y Atenea, y todo el lote
de dioses del Olimpo no eran otra cosa que invenciones de la fantasía y de la
imaginación.
—¡Pero los griegos amábamos a
nuestros dioses! —Protesté yo, sintiendo que mi corazón se rebelaba en mi
pecho.
—¡Ellos no eran dioses, eran
simples ídolos! —exclamó el guía—, e insistió: La diferencia entre un dios y un
ídolo es esta: un ídolo es una cosa, mientras que Dios es un ser viviente.
Cuando tú no puedes probar la existencia de tu dios, cuando nunca lo has vito,
no has oído su voz, ni lo has tocado, cuando tú no tienes nada demostrable
acerca de él, entonces él sólo es un ídolo. ¿Alguna vez has visto a Apolo? ¿Lo
has oído? ¿Lo has tocado?
—¡No! —respondí en voz baja.
—¿Has sabido de alguien que lo
haya hecho? —preguntó con tono de burla
Tuve que admitir que,
efectivamente, acertaba completamente:
—¡Entonces él era un ídolo y no
un dios! —concluyó con satisfacción
—¡Pero muchos de nosotros , los
griegos —insistí—, hemos sentido a Apolo en nuestros corazones y hemos sido
inspirados por él!
—¡Eso sólo son imaginaciones!
—replicó el guía— ¡Si él fuese una realidad divina, él estuviese vivo al día de
hoy!
—Entonces, ¿él está muerto?
—pregunté sorprendido.
—Él nunca vivió, y en los últimos
dos mil años o más, su templo solo ha sido un montón de ruinas.
—Yo lloré al escuchar que el dios
de la luz y de la música, no sería más. Que su justo templo se había
transformado en un montón de ruinas y el fuego sobre su altar se había extinguido.
Entonces secando las lágrimas de mis ojos, dije:
—¡Oh! ¡Pero nuestros dioses
fueron justos y hermosos! Nuestra religión fue rica y pintoresca. Hizo de
Grecia, una nación de poetas, oradores, artistas, guerreros, pensadores. Hizo
de Atenas una ciudad de luz. Creó la hermosura, la verdad, lo bueno. ¡Nuestra
religión fue divina!
—¡Sí! ¡Pero tenía una cosa mala!
—interrumpió mi guía.
—¿Qué cosa? Inquirí, deseando
conocer la razón de su afirmación:
—¡No era verdadera!
—¡Pero, si aún nosotros creemos
en Apolo! ¡Él no está muerto! Nosotros sabemos que él está vivo!
—¡Pruébalo! —me dijo—. Y haciendo
una pausa, añadió:
—Si tú lo muestras, todos
nosotros caeremos de rodillas y le adoraremos. Muéstralo y para nosotros, el
será nuestro dios.
—¡Muéstralo! —susurré para mi
mismo—. ¡Que blasfemia!
Entonces, con la mano en el
corazón, le hablé a mi guía cómo, en más de una ocasión, había sentido la
radiante presencia de Apolo en mi corazón. También le hablé de las inmortales
líneas de Homero concernientes al divino Apolo.
—¿Tú dudas de Homero? —le
pregunté—. ¿Homero, el bardo inspirado? Homero, cuyo tintero es más grande que
el mar. Homero, cuyas imperecederas
páginas han sobrevivido el paso del tiempo. Homero, aquel
de quien dice la historia que cada palabra suya era una gota de luz
Entonces, procedí a citar la
Ilíada de Homero, la biblia de los griegos, venerada por todos los helenos como
el más raro de los manuscritos existentes entre el cielo y la Tierra. Cité la descripción de Apolo; de aquel del
que se decía que la lírica no es más musical; de aquel, cuyo discurso, aún la
miel no es más dulce. Recité, cómo su madre había ido de pueblo en pueblo,
buscando un digno lugar para dar a luz al joven dios, hijo de Zeus, el supremo
ser, y cómo él había nacido y acunado en medio de ministraciones de diosas,
quienes lo bañaron en el arroyo y lo alimentaron con el néctar y la ambrosía
del Olimpo. Luego recité las líneas que describen como Apolo rompe sus bandas,
saltando adelante de su cuna y extendiendo sus alas como un cisne, y con voz
clara e inconfundible había declarado que él había venido para anunciar a los
mortales, la voluntad de dios.
—¿Es posible —pregunté—, que todo
esto haya sido pura imaginación, pura fantasía del cerebro? ¿Tan insustancial
como el aire? ¡No! ¡No! ¡Apolo no es un ídolo! ¡Apolo es un dios e hijo de un dios!
¡El mundo griego en pleno me será testigo
de que estoy diciendo la verdad!
Entonces observé a mi guía para
ver la impresión que mi sincero entusiasmo había causado en él. Entonces lo que vi fue una fría sonrisa sobre
sus labios que cortó mi corazón. Parecía como si quisiera decirme: ¡Tú, pobre
iluso pagano! Tú no eres lo bastante inteligente para saber que Homero, después
de todo, sólo fue un simple mortal y que él había escrito una trama de teatro en
la cual había fabricado los dioses a quien él cantaba. Estos dioses sólo habían
existido en su imaginación y que hoy, ellos están tan muertos como su inventor,
el poeta.
Todo este tiempo, habíamos estado
parados en la entrada de un gran edificio, del cual mi guía me había dicho que
era la “casa de Dios”. Mientras entraba,
vi innumerables pequeñas luces que brillaban y titilaban en todo su espacio
interior. Había además, pinturas, altares e imágenes en todo mi alrededor. El
aire era pesado a causa de los inciensos. Un número de hombres con lujosas
vestimentas iban pasando y veneraban y se arrodillaban ante las luces de varias
de las imágenes. La audiencia estaba sobre sus rodillas envueltas en completo
silencio. Un silencio tan solemne que me asombró.
Observando mi ansiedad por
comprender todo estas cosas, mi guía me llevó aparte y susurrándome, me dijo
que la gente estaba celebrando el aniversario del nacimiento de su hermoso
salvador, Jesús, el Hijo de Dios.
—¡Así que era Apolo, el hijo de
dios! —repliqué, pensando quizá, que después de todo, podíamos encontrar que
había absoluto acuerdo entre el uno y el otro.
—¡Olvídate de Apolo! —exclamó él,
con una nota de severidad en su voz—. No hay tal persona. Él fue solamente un
ídolo. Si preguntaras por Apolo en todo el universo, nunca encontrarías a nadie
que respondiera a este nombre o descripción. Y agregó:
—¡Jesús, es el hijo de Dios! ¡Él
vino a la Tierra y nació de una virgen!
De nuevo, intenté decirle a mi
guía que así mismo había encarnado Apolo, pero me contuve.
—Entonces, Jesús creció hasta
convertirse en un hombre —continuó mi guía—, ejecutando inauditos prodigios,
caminando sobre el mar, dando la visión, la audición, y el habla a los ciegos,
a los sordos y a los mudos, convirtiendo el agua en vino, alimentando
milagrosamente a multitudes, prediciendo eventos venideros y resucitando de la
muerte.
—Por supuesto, de tus dioses
también es sabido —continuó mi guía—, que realizaron milagros, y que sus
oráculos predijeron el futuro, pero hay una gran diferencia: las cosas
relativas a tus dioses sólo son ficción. Las cosas que se hablan de Jesús,
son un hecho y la diferencia entre
paganismo y religión es la diferencia entre la ficción y los hechos.
Justo en ese momento oí una ola
de murmullos, como el susurro de las hojas en un bosque, flotar sobre el
público. Me volví e inconscientemente, mi curiosidad griega me impulsó, me
empujó a ir hacia delante, hacia donde los mayores luces de velas ardían. Sentí
que tal vez la conmoción en la casa fue el anuncio de que el Dios de Jesús
estaba a punto de hacer su aparición, y yo quería verlo. Quería tocarlo. O, si
la multitud eran demasiado grande como para permitirme ese privilegio, yo
quería, al menos, escuchar su voz. Yo, que nunca había visto a un dios, Nunca había
tocado uno, nunca había oído hablar de uno.
Yo, que había creído en Apolo sin tener ninguna evidencia demostrable
acerca de él, quería ver al verdadero Dios, a Jesús.
Pero mi guía colocó su mano
rápidamente sobre mi hombro, y me retuvo.
"Quiero ver a Jesús,"
Me apresuré a decirle, volviéndome hacia él. Dije esto con reverencia y de
buena fe. "¿Él no va a estar aquí esta mañana? ¿Él no hablará a sus
fieles?" —pregunté de nuevo—¿Él no permitirá que sus fieles le toquen, le
acaricien sus manos, le estrechen sus
divinos pies? ¿No les permitirá inhalar la ambrosina fragancia de su aliento,
reflejarse en la luz dorada de sus ojos o escuchar la música de su inmaculada
voz? ¡Permite que también yo, pueda ver a Jesús! —supliqué.
—¡Tú no puedes verlo! —respondió
mi guía con un atisbo de vergüenza en su voz—. Y agrega
—Él no se ha mostrado a nadie más
Yo estaba tan sorprendido que no
pude replicar nada de inmediato
—En los últimos dos mil años
—continuó mi guía—, Jesús no se ha complacido en mostrarse a nadie más. Nadie
le ha visto ni escuchado durante este tiempo.
—¿Por dos mil años, nadie ha
visto ni ha escuchado a Jesús’ —pregunté con mis ojos llenos de asombro y con
mi voz templando de emoción
—¡No! —respondió él—.
—¿No podría ser, entonces —me
aventuré a preguntar, impaciente—, que hacen de Jesús tan ídolo como Apolo? ¿Y no son estas gentes —puestas de rodillas
ante un dios cuya existencia está tan en la oscuridad como estaba la fe de los
griegos en Apolo, y de cuyo pasado ellos sólo tenían rumores tales como los de
Homero de nuestros dioses olímpicos—, tan idólatras como los atenienses?
—¿Qué podrías decir tú
—interrogué a mi guía— si yo te demandara que produjeras a tu Jesús y lo
mostraras ante mis ojos y mis oídos, tal como tú me pediste que te mostrara a
Apolo? ¿Cuál es la diferencia entre una ceremonia efectuada en honor a Apolo y
una efectuada en honor a Jesús, cuando ya sabemos que es imposible dar
demostraciones oraculares de la existencia tanto de uno como del otro? Si Jesús
está vivo y es un dios, y Apolo es un ídolo y está muerto, ¿cuál es la
evidencia, ya que uno es tan invisible, tan inaccesible y tan indemostrable
como el otro? Y si la fe en Jesús como dios, lo hace a él un dios, ¿por qué la
fe en Apolo no lo haría a él un dios? Pero si venerar a Jesús, a quien ningún hombre ha visto, oído o escuchado durante la
mayor parte de los últimos dos mil años, o levantar y construir templos dedicados a él, o quemar inciensos
sobre sus altares, o inclinarse sobre sus santuarios y llamarlo “Dios”, no es
idolatría, tampoco es idolatría encender fuego sobre los luminosos altares del
griego Apolo, Dios de la madrugada, maestro de la lira encantada, insigne con el arco y
la flecha con punta de fuego.
—No estoy negando —dije—, que
Jesús nunca existió. Él pudo haber vivido hace dos mil años atrás, pero si de
él no se ha escuchado nada desde entonces, si las mismas cosas que le han
ocurrido a las personas que han existido desde entonces, le ocurrieron a él, es
decir, si él está muerto, entonces ustedes están adorando a la muerte, ¡y tal
hecho, marca tu religión como idólatra! ¿No crees?
Y entonces, recordando lo que él
me había dicho acerca de la mitología griega, que era hermosa, más no
verdadera, le expresé mi opinión:
—Sus templos son realmente
preciosos y costosos; sus músicas son grandes; sus altares son soberbios; sus
letanías son exquisitas; sus cantos son fundentes; sus inciensos, sus campanas
y flores, sus vasijas de oro y plata, son todos de un gusto raro, y me atrevo a
decir que sus dogmas son sutiles y sus predicadores elocuentes. Pero su
religión tiene una falla: ¡No es verdadera!
El artículo precedente fue extraído y traducido del libro: "THE TRUTH ABOUT JESÚS IS HE A
MYTH?" escrito por M. M. Mangasarian 1909
Independent Religious Society. Orchestra Hall.
Chicago, USA
Capítulo: A Parable.
Part IEditado por carlos G. Hernández R.
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