sábado, 30 de mayo de 2015

FALACIAS CRISTIANAS: "Jesús y Apolo, ¿Mitos o Realidades?" por Carlos G. Hernández R.

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"DESDE MI GUATEQUE"
¡PRIMERO MUERTO QUE CACATÚO!
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FALACIAS CRISTIANAS:

Jesús y Apolo: ¿Mitos o Realidades?
Por Carlos G. Hernández R.

Hoy tengo veinticinco siglos de edad.  He estado muerto durante muchos años. Mi lugar de nacimiento fue Atenas. Mi tumba, con vista a la blanca gloria de Atenas y las brillantes aguas del Mar Egeo, no estaba lejos de la tumba de Jenofonte, ni de la tumba de Platón.
Después de dormir en mi tumba durante tanto tiempo, desperté repentinamente —no puedo decir cómo ni por qué— y fui transportado por una fuerza que estaba más allá de mi control, a los días actuales y en  esta nueva ciudad. Arribé aquí al romper el alba, cuando el cielo aún estaba aburrido y somnoliento. Mientras me acercaba a la ciudad, escuché el sonido de las campanas, y un poco más tarde, encontré las calles atestadas con grandes multitudes de gentes bien vestidas y en grupos familiares que iban y venían de un lado a otro. Evidentemente, no se dirigían a sus trabajos ya que estaban acompañados de sus hijos vestidos con sus mejores ropas y con una expresión de placer en sus rostros.
—“Debe ser un día de fiesta y adoración dedicado a uno de sus dioses”. —murmuré para mí.
Mientras observaba los alrededores, vi a un caballero en elegante y pulcro traje negro, sonriendo y con su mano extendida hacia mí mostrando una gran cordialidad. Debió haber adivinado que yo era un extranjero y deseaba tenderme su hospitalidad. Yo acepté agradecido, y estreché su mano. El presionó la mía. Nos vimos un momento directamente a los ojos en silencio. Él comprendió mi desconcierto en medio del nuevo ambiente que me rodeaba y ofreció iluminarme. Me explicó los sonidos de las campanas y las multitudes festivas moviéndose en las calles. Era un día domingo. Domingo antes de la Navidad y por eso, la gente estaba yendo a la “Casa de Dios”.
—¡Por supuesto que tú también estarás yendo!  Le dije a mi amistoso guía.
—¡Sí! —respondió él—.  Yo dirijo el culto. ¡Soy un sacerdote!
—¿Un sacerdote de Apolo? —pregunté yo.
—¡No! ¡No! —replicó él, levantando su mano, como demandando silencio.
—¡Apolo no es un dios! ¡Él solamente es un ídolo!
—¿Un ídolo? —susurré, tomado por sorpresa.
—Yo percibo que tú eres griego —me dijo el amigable guía—. Y los griegos —continuó el hombre—, a pesar de sus distinguidos logros, eran un pueblo idólatra. Ellos adoraban dioses que no existen, Construyeron templos a divinidades que eran simplemente nombres vacíos.
El hombre insistió:
—Apolo y Atenea, y todo el lote de dioses del Olimpo no eran otra cosa que invenciones de la fantasía y de la imaginación.
—¡Pero los griegos amábamos a nuestros dioses! —Protesté yo, sintiendo que mi corazón se rebelaba en mi pecho.
—¡Ellos no eran dioses, eran simples ídolos! —exclamó el guía—, e insistió: La diferencia entre un dios y un ídolo es esta: un ídolo es una cosa, mientras que Dios es un ser viviente. Cuando tú no puedes probar la existencia de tu dios, cuando nunca lo has vito, no has oído su voz, ni lo has tocado, cuando tú no tienes nada demostrable acerca de él, entonces él sólo es un ídolo. ¿Alguna vez has visto a Apolo? ¿Lo has oído? ¿Lo has tocado?
—¡No! —respondí en voz baja.
—¿Has sabido de alguien que lo haya hecho? —preguntó con tono de burla
Tuve que admitir que, efectivamente, acertaba completamente:
—¡Entonces él era un ídolo y no un dios! —concluyó con satisfacción
—¡Pero muchos de nosotros , los griegos —insistí—, hemos sentido a Apolo en nuestros corazones y hemos sido inspirados por él!
—¡Eso sólo son imaginaciones! —replicó el guía— ¡Si él fuese una realidad divina, él estuviese vivo al día de hoy!
—Entonces, ¿él está muerto? —pregunté sorprendido.
—Él nunca vivió, y en los últimos dos mil años o más, su templo solo ha sido un montón de ruinas.
—Yo lloré al escuchar que el dios de la luz y de la música, no sería más. Que su justo templo se había transformado en un montón de ruinas y el fuego sobre su altar se había extinguido. Entonces secando las lágrimas de mis ojos, dije:
—¡Oh! ¡Pero nuestros dioses fueron justos y hermosos! Nuestra religión fue rica y pintoresca. Hizo de Grecia, una nación de poetas, oradores, artistas, guerreros, pensadores. Hizo de Atenas una ciudad de luz. Creó la hermosura, la verdad, lo bueno. ¡Nuestra religión fue divina!
—¡Sí! ¡Pero tenía una cosa mala! —interrumpió mi guía.
—¿Qué cosa? Inquirí, deseando conocer la razón de su afirmación:
—¡No era verdadera!
—¡Pero, si aún nosotros creemos en Apolo! ¡Él no está muerto! Nosotros sabemos que él está vivo!
—¡Pruébalo! —me dijo—. Y haciendo una pausa, añadió:
—Si tú lo muestras, todos nosotros caeremos de rodillas y le adoraremos. Muéstralo y para nosotros, el será nuestro dios.
—¡Muéstralo! —susurré para mi mismo—. ¡Que blasfemia!
Entonces, con la mano en el corazón, le hablé a mi guía cómo, en más de una ocasión, había sentido la radiante presencia de Apolo en mi corazón. También le hablé de las inmortales líneas de Homero concernientes al divino Apolo.
—¿Tú dudas de Homero? —le pregunté—. ¿Homero, el bardo inspirado? Homero, cuyo tintero es más grande que el mar.  Homero, cuyas imperecederas páginas han sobrevivido el paso del tiempo.  Homero, aquel de quien dice la historia que cada palabra suya era una gota de luz
Entonces, procedí a citar la Ilíada de Homero, la biblia de los griegos, venerada por todos los helenos como el más raro de los manuscritos existentes entre el cielo y la Tierra.  Cité la descripción de Apolo; de aquel del que se decía que la lírica no es más musical; de aquel, cuyo discurso, aún la miel no es más dulce. Recité, cómo su madre había ido de pueblo en pueblo, buscando un digno lugar para dar a luz al joven dios, hijo de Zeus, el supremo ser, y cómo él había nacido y acunado en medio de ministraciones de diosas, quienes lo bañaron en el arroyo y lo alimentaron con el néctar y la ambrosía del Olimpo. Luego recité las líneas que describen como Apolo rompe sus bandas, saltando adelante de su cuna y extendiendo sus alas como un cisne, y con voz clara e inconfundible había declarado que él había venido para anunciar a los mortales, la voluntad de dios.
—¿Es posible —pregunté—, que todo esto haya sido pura imaginación, pura fantasía del cerebro? ¿Tan insustancial como el aire? ¡No! ¡No! ¡Apolo no es un ídolo! ¡Apolo es un dios e hijo de un dios! ¡El mundo griego en pleno me será testigo  de que estoy diciendo la verdad!
Entonces observé a mi guía para ver la impresión que mi sincero entusiasmo había causado en él.  Entonces lo que vi fue una fría sonrisa sobre sus labios que cortó mi corazón. Parecía como si quisiera decirme: ¡Tú, pobre iluso pagano! Tú no eres lo bastante inteligente para saber que Homero, después de todo, sólo fue un simple mortal y que él había escrito una trama de teatro en la cual había fabricado los dioses a quien él cantaba. Estos dioses sólo habían existido en su imaginación y que hoy, ellos están tan muertos como su inventor, el poeta.
Todo este tiempo, habíamos estado parados en la entrada de un gran edificio, del cual mi guía me había dicho que era la “casa de Dios”.  Mientras entraba, vi innumerables pequeñas luces que brillaban y titilaban en todo su espacio interior. Había además, pinturas, altares e imágenes en todo mi alrededor. El aire era pesado a causa de los inciensos. Un número de hombres con lujosas vestimentas iban pasando y veneraban y se arrodillaban ante las luces de varias de las imágenes. La audiencia estaba sobre sus rodillas envueltas en completo silencio. Un silencio tan solemne que me asombró.
Observando mi ansiedad por comprender todo estas cosas, mi guía me llevó aparte y susurrándome, me dijo que la gente estaba celebrando el aniversario del nacimiento de su hermoso salvador, Jesús, el Hijo de Dios.
—¡Así que era Apolo, el hijo de dios! —repliqué, pensando quizá, que después de todo, podíamos encontrar que había absoluto acuerdo entre el uno y el otro.
—¡Olvídate de Apolo! —exclamó él, con una nota de severidad en su voz—. No hay tal persona. Él fue solamente un ídolo. Si preguntaras por Apolo en todo el universo, nunca encontrarías a nadie que respondiera a este nombre o descripción. Y agregó:
—¡Jesús, es el hijo de Dios! ¡Él vino a la Tierra y nació de una virgen!
De nuevo, intenté decirle a mi guía que así mismo había encarnado Apolo, pero me contuve.
—Entonces, Jesús creció hasta convertirse en un hombre —continuó mi guía—, ejecutando inauditos prodigios, caminando sobre el mar, dando la visión, la audición, y el habla a los ciegos, a los sordos y a los mudos, convirtiendo el agua en vino, alimentando milagrosamente a multitudes, prediciendo eventos venideros y resucitando de la muerte.
—Por supuesto, de tus dioses también es sabido —continuó mi guía—, que realizaron milagros, y que sus oráculos predijeron el futuro, pero hay una gran diferencia: las cosas relativas a tus dioses sólo son ficción. Las cosas que se hablan de Jesús, son  un hecho y la diferencia entre paganismo y religión es la diferencia entre la ficción y los hechos.
Justo en ese momento oí una ola de murmullos, como el susurro de las hojas en un bosque, flotar sobre el público. Me volví e inconscientemente, mi curiosidad griega me impulsó, me empujó a ir hacia delante, hacia donde los mayores luces de velas ardían. Sentí que tal vez la conmoción en la casa fue el anuncio de que el Dios de Jesús estaba a punto de hacer su aparición, y yo quería verlo. Quería tocarlo. O, si la multitud eran demasiado grande como para permitirme ese privilegio, yo quería, al menos, escuchar su voz. Yo, que nunca había visto a un dios, Nunca había tocado uno, nunca había oído hablar de uno.  Yo, que había creído en Apolo sin tener ninguna evidencia demostrable acerca de él, quería ver al verdadero Dios, a Jesús.
Pero mi guía colocó su mano rápidamente sobre mi hombro, y me retuvo.
"Quiero ver a Jesús," Me apresuré a decirle, volviéndome hacia él. Dije esto con reverencia y de buena fe. "¿Él no va a estar aquí esta mañana? ¿Él no hablará a sus fieles?" —pregunté de nuevo—¿Él no permitirá que sus fieles le toquen, le acaricien  sus manos, le estrechen sus divinos pies? ¿No les permitirá inhalar la ambrosina fragancia de su aliento, reflejarse en la luz dorada de sus ojos o escuchar la música de su inmaculada voz? ¡Permite que también yo, pueda ver a Jesús! —supliqué.
—¡Tú no puedes verlo! —respondió mi guía con un atisbo de vergüenza en su voz—. Y agrega
—Él no se ha mostrado a nadie más
Yo estaba tan sorprendido que no pude replicar nada de inmediato
—En los últimos dos mil años —continuó mi guía—, Jesús no se ha complacido en mostrarse a nadie más. Nadie le ha visto ni escuchado durante este tiempo.
—¿Por dos mil años, nadie ha visto ni ha escuchado a Jesús’ —pregunté con mis ojos llenos de asombro y con mi voz templando de emoción
—¡No! —respondió él—.
—¿No podría ser, entonces —me aventuré a preguntar, impaciente—, que hacen de Jesús tan ídolo como Apolo?  ¿Y no son estas gentes —puestas de rodillas ante un dios cuya existencia está tan en la oscuridad como estaba la fe de los griegos en Apolo, y de cuyo pasado ellos sólo tenían rumores tales como los de Homero de nuestros dioses olímpicos—, tan idólatras como los atenienses?
—¿Qué podrías decir tú —interrogué a mi guía— si yo te demandara que produjeras a tu Jesús y lo mostraras ante mis ojos y mis oídos, tal como tú me pediste que te mostrara a Apolo? ¿Cuál es la diferencia entre una ceremonia efectuada en honor a Apolo y una efectuada en honor a Jesús, cuando ya sabemos que es imposible dar demostraciones oraculares de la existencia tanto de uno como del otro? Si Jesús está vivo y es un dios, y Apolo es un ídolo y está muerto, ¿cuál es la evidencia, ya que uno es tan invisible, tan inaccesible y tan indemostrable como el otro? Y si la fe en Jesús como dios, lo hace a él un dios, ¿por qué la fe en Apolo no lo haría a él un dios? Pero si  venerar a Jesús, a quien ningún hombre ha visto, oído o escuchado durante la mayor parte de los últimos dos mil años,  o levantar y construir templos dedicados a él, o quemar inciensos sobre sus altares, o inclinarse sobre sus santuarios y llamarlo “Dios”, no es idolatría, tampoco es idolatría encender fuego sobre los luminosos altares del griego Apolo, Dios de la madrugada, maestro de la lira encantada, insigne con el arco y la flecha con punta de fuego.
—No estoy negando —dije—, que Jesús nunca existió. Él pudo haber vivido hace dos mil años atrás, pero si de él no se ha escuchado nada desde entonces, si las mismas cosas que le han ocurrido a las personas que han existido desde entonces, le ocurrieron a él, es decir, si él está muerto, entonces ustedes están adorando a la muerte, ¡y tal hecho, marca tu religión como idólatra!  ¿No crees?
Y entonces, recordando lo que él me había dicho acerca de la mitología griega, que era hermosa, más no verdadera, le expresé mi opinión:
—Sus templos son realmente preciosos y costosos; sus músicas son grandes; sus altares son soberbios; sus letanías son exquisitas; sus cantos son fundentes; sus inciensos, sus campanas y flores, sus vasijas de oro y plata, son todos de un gusto raro, y me atrevo a decir que sus dogmas son sutiles y sus predicadores elocuentes. Pero su religión tiene una falla: ¡No es verdadera!

El artículo precedente fue extraído y traducido del libro: "THE TRUTH ABOUT JESÚS IS HE A MYTH?"   escrito por  M. M. Mangasarian 1909
Independent Religious Society. Orchestra Hall. Chicago, USA
Capítulo: A Parable.  Part I
Editado por carlos G. Hernández R.

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