lunes, 7 de abril de 2014

"LO QUE MARCÓ MI VIDA"

Carlos G. Hernández R.

SINOPSIS

El joven Samuel, al asumir como misión de vida, la lucha por el bienestar de sus hermanos, logra comprender el significado de su propia vida y su percepción como un ser libre. Antes, el amor, el miedo, las dudas, la muerte, el arrepentimiento y el perdón, marcan, profundamente, al chico y a los otros protagonistas de esta interesante historia basada en hechos de la vida real.

Samuel, Tita, Moncho, Cristina, El Negro, Zaco, Ramiro y los demás personajes, nos muestran que, en medio de la perfidia que puede albergar el corazón de un hombre, surgen, a veces, sentimientos nobles que subyacen ocultos en el alma humana. Porque al final de cuentas, el hombre no es completamente bueno, ni completamente malo. Sólo es un producto de sus circunstancias.
¿Puede el amor salvar a un hombre, de sus propias circunstancias?




“Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”
 José Ortega y Gasset

 “El mundo entero se aparta cuando ve pasar a un hombre que sabe adónde va”



“Amar no es mirarse el uno al otro; es mirar juntos en la misma dirección”

Antoine de Saint-Exupery

                               


                                       “La felicidad de una persona consiste en conocer cuál es su destino y cumplirlo cabalmente”
                                                                                                                                                                  Anónimo




CAPÍTULO 1

Tita abandona el hogar


E
ntonces, mamá: ¿qué pasó con Tita?, pregunta el joven
— ¿A qué te refieres? –replica la madre.
—Me refiero a que esa muchacha ya lleva más de dos meses en casa de la abuela Josefa. ¿Cuándo va a regresar a casa?
La mujer –a quien la pregunta de su hijo le había tomado por sorpresa–, nerviosa, responde:
— ¡Pues no lo sé! Es muy probable que quiera quedarse por allá un tiempo más.  Un dejo de ironía y amargura, que no captada por el chico, se percibe en la voz de la mujer.
Samuel, desconociendo la inquietud que su pregunta  había provocado en el ánimo de su progenitora, da media vuelta y se aleja, pensativo, a completar las labores que tiene programadas para ese día. Se siente preocupado. Su hermana Tita  había ido de visita a casa de la abuela Josefa y aún  no había regresado  a casa. Tenía entendido que la chica había ido de visita de fin de semana y ya llevaba casi tres meses fuera del hogar. Lo que más le extrañaba era la aparente tranquilidad con que su madre se tomaba la ausencia de la hija.  La chica, en ese momento, estaba por cumplir quince años. El joven se había resignado al hecho de que, por alguna razón,  la muchacha había abandonado sus estudios de educación media. Samuel había decidido que el siguiente domingo iría en busca de su hermana. El chico se siente intranquilo por la extraña ausencia de su hermana Tita. No puede establecer el motivo de su inquietud, pero tiene la fuerte impresión de que algo no funciona bien en su familia. Realmente no hay motivo alguno para sentirse inquieto porque su hermana menor estuviese pasando unos días en casa de la abuela.  Sin embargo, el joven experimenta una desagradable desazón en su cuerpo, que de ninguna manera podría explicar si alguien le exigiese justificaciones sobre la misma. Hacía ya poco más de un mes que había regresado del extranjero, donde había pasado casi medio año estudiando y trabajando arduamente para una empresa transnacional. Había tenido que regresar precipitadamente al país. La empresa que le había otorgado una beca para realizar un curso en el extranjero, repentinamente, había cerrado sus puertas, liquidado sus activos y se había largado del país en medio de un gran escándalo político y acusaciones de desfalco a varios clientes y entidades públicas. Samuel, al igual que otros  becarios más, se había encontrado de pronto en medio de la calle, con poco dinero, sin nadie a quien recurrir y en un país extraño.  Afortunadamente, gracias a que había restringido sus gastos al máximo, el chico había logrado ahorrar algo de dinero; lo que le había permitido, a pesar de las dificultades, saldar sus deudas y cancelar el boleto de avión. Desde que había regresado al país, tenía la ilusión de ver de nuevo a sus hermanos; principalmente a Tita, su preferida.  Pero ésta no estaba en casa. Cuando indagó por ella, su madre le había respondido tranquilamente que la muchacha se había ido a pasar unos días en casa de la abuela Josefa. Sin embargo, desde hacía unos días atrás, el muchacho venía sintiendo en su interior que algo en su familia no marchaba bien.  Pero aún ahora, no conocía la razón de su inquietud. Hasta ahora sólo era un mal presentimiento.
Al llegar el domingo, Samuel se levanta de la cama temprano y toma una ducha. Después de un ligero desayuno, sale de la casa en busca de su hermana.  Luego de un viaje de hora y media en bus, arriba finalmente al sitio donde habita la abuela.  Ésta reside en la parte más occidental de la ciudad, en un sector conocido como “Los Almendros” en la periferia de la misma. Al llegar frente a la casa de la abuela Josefa, el chico observa con ojos críticos la desvencijada vivienda donde mora la anciana señora. Una casa en completa armonía con casi todas las humildes viviendas del sector. El aspecto descuidado  y abandonado de la morada provoca en el ánimo del chico, un sordo disgusto contra sus tíos, los hermanos de su madre, por no haber sido capaces, hasta ahora, de suministrarle una casa más digna para vivir a la mujer que les había dado la vida. Luego de llamar  dos veces a la puerta, ésta se abre  con brusquedad y el muchacho puede ver el rostro malhumorado pero a la vez muy querido de la abuela. La anciana  asoma la cabeza por un costado de la puerta y casi con decepción dice:
— ¡Ah!, ¡eres tú!
— ¡Hola abuela! ¡Buenos días! ¿Cómo amaneció? –saluda el muchacho haciendo caso omiso al tono despectivo con que la mujer responde a su saludo.
La señora, tal como reacciona un perro viejo cuando es molestado por inoportunos, deja escapar un gruñido y haciéndose a un lado, le invita a pasar al interior de la casa regresando ella  a sus labores en la cocina. Ignorando la presencia de su nieto, masculla rezongos en voz baja como era habitual en ella. Samuel, acostumbrado a este trato por parte de la vieja, espera pacientemente apoyado en el marco de la puerta de la estancia, sabiendo que la abuela cambiará radicalmente su trato de un momento a otro.  El muchacho mantiene una relación de amor y odio con la anciana.  A veces siente un profundo rechazo hacia ella, a causa de pequeños incidentes como aquel en el que la señora, pasando una temporada en su casa, mientras lavaba unas ropas, sin preámbulos, se había colocado de espaldas al muchacho,  había levantado su falda y había orinado parada, con las piernas abiertas, sobre la boca del desagüe; sin importarle la presencia del muchacho, en ese entonces un niño de casi 7 años de edad, quien en ese momento se sentía muy feliz de acompañar a la anciana mientras ésta realizaba sus quehaceres. Este hecho, y la certeza de que la mujer no portaba bragas, habían perturbado profundamente al niño de entonces y lo habían marcado por el resto de su vida.  Sentía que su abuela se había desvalorizado ante sus ojos.  Él, que con gusto, y con sumo orgullo, habría presentado a la mujer ante el mundo como su abuela querida, ahora se sentía avergonzado de tener a alguien en su familia que fuera capaz de hacer cosas como lo que presenció en ese entonces.
Sin embargo, en ocasiones había llegado a sentir un gran cariño y afecto hacia aquella mujer, aunque nunca se lo ha dicho. O peor aún, nunca se lo había dejado  entrever.  Y este hecho lo hacía sentir como si estuviera en eterna deuda con la anciana.  Durante cada una de las veces que había visitado a la progenitora de su madre, había ido con la intención de abrazarla y hacerle mimos a la anciana.  Pero en su interior, el joven estaba consciente de que su verdadero interés es que su nona lo abrazara a él y le hiciera sentirse querido, amado. Sin embargo, la usual tosquedad, y las pocas amables maneras que mostraba la vetusta mujer al recibirlo en casa, le habían coartado al muchacho, cualquier posibilidad de demostrar el inmenso cariño que el joven guardaba en su corazón hacia la anciana señora. Después de un rato de tratar infructuosamente de establecer un diálogo ameno con su abuela Josefa, y viendo la renuencia de ésta a abandonar su mal humor inicial, el joven decide ir  directamente al grano. Y dirigiéndose a la mujer, declara:
—Abuela, yo vine a buscar a Tita.  ¿Dónde está esa muchacha que aún no ha venido a saludarme? ¿Acaso continúa durmiendo?  ¡Si está durmiendo todavía, debería despertarla para que la ayude, pues ya casi es mediodía!
La anciana, al oír las preguntas del joven nieto se encabrita como un potro salvaje.  Y como si la amenazase una serpiente, responde:
— ¿Su hermana Tita? ¡Gua! ¡Aquí no está ella! ¡Ella no vive aquí!
El muchacho queda pasmado con la noticia. Tras unos instantes de estupor, logra salir de su sorpresa y pregunta:
— ¿Qué Tita no está aquí? ¿Y entonces dónde está?
La anciana mujer, casi analfabeta y con el hablar característico de las gentes provenientes de los altos llanos orientales del país, responde abruptamente:
— ¡Puej!  ¡Búsquela onde la casa de la comae Carmita!
 — ¿En la casa de la Sra. Carmita? –pregunta el chico, sin entender lo que está ocurriendo.
— ¿Y por qué habría de buscarla en esa casa?  ¿Acaso Tita no está aquí con Ud.?, insiste el muchacho sintiendo que un incipiente disgusto comienza a adueñarse de su persona.
— ¡Puej, no! Ella no vive aquí –responde la vieja señora con calma–. Y agrega:
— ¡Jace rato que se jue a viví pa allá abajo, onde la comae Carmita!
Samuel, conteniendo su creciente disgusto a duras penas, pregunta con voz pausada:
— ¿Y cuál es la casa de esa Sra. Carmita?
—Puej,  vaya por la escalera pa bajo y después de voltiá la esquina, es la primera casa que tá pintada de verde. Allí vive la comae. ¡Dígale que Ud. es mi nieto! –le advierte.
Samuel, sin despedirse de la anciana, sale  inmediatamente de la casa y se dirige hacia donde le había señalado su abuela.   No tarda en dar con la casa pintada de verde.  Sin detenerse a pensar en lo que diría, llama a la puerta. Al llamar por segunda vez, la puerta se abre levemente y una mujer desgreñada, mal encarada y con aspecto de recién salida de la cama, se asoma tratando de no permitir miradas indiscretas del visitante al interior de la vivienda.  El desaliñado aspecto de la mujer impresiona al joven. Su cara, recién salida de la cama, es fea. Tan fea que Samuel, a pesar de la intranquilidad que le embarga en ese momento, no puede evitar imaginarse el susto del médico partero al sacarla del vientre de la madre.
— << Ese pobre médico debió pensar que estaba sacando un tumor o un murciélago en vez de un bebé recién nacido >> –se dice a sí mismo.
Reponiéndose de su impresión inicial, Samuel se presenta:
— ¡Buenos días! Disculpe la molestia señora, pero yo soy Samuel Ortega. Soy nieto de la Sra. Josefa y hermano de Tita, quien, según me informó mi abuela, está viviendo en esta casa. ¿Me haría Ud. el favor de decirle a ella que su hermano Samuel la está buscando?
La mujer mira al chico detenidamente por unos instantes y luego le dice:
 — Espere un momento. Y cierra la puerta con mucho cuidado.  Tras una espera que le pareció interminable, la puerta de la casa verde  vuelve a abrirse y la misma mujer que le había atendido antes, le invita a pasar y señalando un sillón con la mano, dice:
 — ¡Siéntese en ese sillón! 
La mujer le mira un instante en forma extraña. Y diciendo entre dientes: ¡ya vienen para acá!, abandona la estancia. 
Samuel se sienta en el sitio indicado y mientras espera a que alguien le atienda, observa con detalle el interior de la sala donde se encuentra.  Un leve ruido a sus espaldas lo hace volverse, y al mirar hacia atrás, nota que una sábana grande y gruesa colocada sobre un alambre extendido entre dos paredes, al final de la pequeña sala, oculta una cama donde obviamente una o más personas aún duermen.  Percibe un movimiento detrás de la cortina, como si alguien estuviera agitando el aire mientras intercambia palabras ininteligibles con otra persona.  Instantes más tarde un olor fétido invade el aposento donde el joven espera. En esa cama alguien había dejado escapar un pestilente flato. 
— <<¡Su puta madre! ¡Qué cerdos son!>> –piensa Samuel.  
— << Ahora sólo falta que alguna persona de la casa entre en este instante a esta sala de mierda y crea que yo soy el poseedor de tan alegre y fiestero esfínter >> se dice a sí mismo.
Un rato después, penetra en la sala  un hombre de mediana edad seguido de la misma mujer quien se había lavado la cara y arreglado un poco el cabello y ahora lucía un poco menos fea. El hombre  saluda:
— ¡Buenos días! Y arrimando una silla, se siente frente a Samuel y le espeta directamente:
 — ¿Qué desea Ud. y en qué podemos ayudarlo?   El joven se siente cohibido por la rudeza y sequedad del hombre. Pero, reponiéndose rápidamente le explica las razones de su presencia en esa casa a tan tempranas horas de un día domingo.  El hombre hablando con la misma pasión con que hablaría de algo molesto y sin valor, dice:
— ¡Su hermana Tita está viviendo con mi hijo! Bueno, ¡con el hijo de mi mujer! Y señala a la mujer que se había sentado en silencio sobre un taburete en una esquina de la sala.
Samuel, sorprendido, se queda alelado, estupefacto, sin saber qué decir. Jamás habría esperado tan asombrosa noticia. Sólo atina a preguntar, como si fuera una persona de escasa inteligencia:
— ¿Cómo?
— ¡Que su hermana se fue a vivir con el hijo de esta señora!  Responde impaciente el hombre y vuelve a señalar a su mujer. ¡Pero esa niña ya estaba por allí brincando desde hacía tiempo! –añade maliciosamente el sujeto.
Reponiéndose a duras penas, y sintiéndose como quizá se sienten los boxeadores cuando reciben un golpe noble en la mandíbula que los coloca al borde del nocaut, Samuel pregunta de nuevo:
— ¿Ud. está diciendo que mi hermana se fue a vivir con un hombre?
El hombre, con cara de pocos amigos, responde groseramente
 — ¿Es que tú no entiendes?  ¡Sí, chico, se fue!  ¡Esa muchacha ya no vive aquí!
Samuel siente que la angustia lo invade. Su rostro se torna rojo de la vergüenza.
— ¿Y dónde está Tita en este momento?  –insiste el joven.
El hombre, al darse cuenta del estado de angustia del muchacho, responde con un tono de voz un poco menos áspero:
— ¡No lo sé!  ¡Hace como un mes que se fueron a vivir a otra parte!
El hombre gira la cabeza hacia su mujer y la mira en forma interrogativa.  Ésta, impertérrita, soporta la mirada escrutadora del marido sin pestañar.  El tosco sujeto torna a mirar a Samuel nuevamente y agrega:
— ¡Creo que esos dos están viviendo cerca del puerto!  Al menos, eso fue lo que dijeron cuando se fueron de la casa.
— ¿Hace como un mes, dice Ud.? –pregunta con asombro el chico.
El hombre muestra sus intenciones de responderle bruscamente al muchacho. Pero observando el desconcierto que, con absoluta claridad se manifiesta en la cara del joven, se contiene y afirma:
— ¡Sí! Hace como un mes, o tal vez más. Y mira otra vez  a su mujer como buscando que ésta avale sus palabras.  La fea mujer permanece impasible y en silencio.
Samuel está pasmado. Siente una enorme vergüenza por lo que acaba de escuchar.  Pero mayor es el dolor que desgarra su alma en ese momento al enterarse que su querida hermana, su hermanita menor, la chica que siempre había sido su predilecta, está viviendo ahora con un hombre que apenas conoce. A pesar de lo que afirma el marido de la fea mujer, Samuel aún se niega a creer que su hermana Tita haya sido capaz de semejante desafuero. ¡No! ¡Ninguna de sus hermanas sería capaz de semejante barbaridad! ¡Y Tita, menos que nadie!
Anonadado, el chico se levanta del sillón como un autómata.  Tal es el desconcierto que refleja su rostro, que aquel hombre, rústico y áspero por naturaleza, lo mira compasivamente. La mujer, curiosa, lo observa fijamente con una mirada fría, impávida.
Samuel, en medio de su desconcierto, entabla una feroz lucha consigo mismo para evitar formular la importante pregunta que una fuerza mayor que su voluntad, le impele a realizar. En su interior se libra un feroz debate entre su raciocinio y el cariño que siente por su hermana.  El hombre, al ver que Samuel permanece callado, se levanta del asiento, indicando que la entrevista ha terminado.
— ¡Espere, por favor!, –suplica el muchacho al ver que el hombre ya le daba la espalda.
— ¡Sé que la pregunta le parecerá estúpida!,  pero…. ¿saben Uds. si ellos piensan casarse?....... ¿Hablaron algo al respecto?
Sólo después de haber formulado la insensata pregunta, es cuando el atribulado joven se percata de la ridiculez de ésta. El color granate que luce su rostro se intensifica ostensiblemente.
El hombre, sorprendido por la absurda pregunta del muchacho, se dispone a soltar la carcajada. Sin embargo se contiene,  y a cambio, observa fijamente al angustiado chico mirándolo con ojos cruelmente burlones. Luego, responde con cierto tono de reproche en su voz:
— ¿Casarse el hijo de ésta? ¡Qué va! ¡Muy difícil que eso ocurra!  Y comenzando a alejarse hacia el interior de la vivienda, agrega:
— ¡A ese muchacho ahora es cuando le sobran las mujeres!  –y sin despedirse, desaparece en el interior de la casucha.
La mujer, que había presenciado, impasible, el desarrollo de la entrevista entre el hombre y el chico, se acerca al joven visitante y dice:
—Mi hijo comentó con algunas personas de la casa, antes de irse, que iba a vivir un tiempo con su hermana Tita y que si ella le resultaba bien ya pensaría qué hacer con ella.
Ahora la mujer observa detenidamente al chico. En su mirada se nota un pequeño atisbo de conmiseración.
Samuel se estremece al oír semejante afirmación. Siente que las piernas se le aflojan y tiene que apoyarse en el sillón. Siente como si le hubiesen dado un golpe en la boca del estómago que lo había dejado sin aire y allí mismo comprende la magnitud de su tragedia en toda su extensión. Se siente terriblemente humillado. En su interior, empieza a sentir cómo crece un sentimiento nuevo.  Un sentimiento contra el que siempre había luchado, pero que ahora crece en su corazón y nota que no tiene fuerzas suficientes para frenarlo: ¡odio! La semilla del odio ha comenzado a anidarse en su corazón. Siente que, aún sin conocerlo todavía,    detesta al hombre que se ha llevado a su hermana. Odia a esa fea y desagradable mujer. Odia a la abuela Josefa por haber ocultado lo que estaba ocurriendo. Odia a su madre por haber permitido que su hermana abandonara la casa materna. ¡En ese momento odia todo y a todos! ¡Incluso a su propia hermana Tita! Entiende que en esa casa no queda nada que hacer y se dispone a marchar. Se obliga a aparentar una calma absoluta. Calma que está muy lejos de sentir. Antes de girar para dirigirse a la puerta de salida, mira hacia donde antes había escuchado el ruido y, asombrado, observa dos caras que se asoman por un lado de la cortina: un muchacho muy joven, casi  adolescente  y una chica también muy joven, casi una niña, que lo miran con curiosidad y según le pareció, hasta con burla.  Además del odio incipiente que le inspira la mujer, ahora también siente un profundo desprecio hacia ella.  Mira a la mujer directamente a la cara, tratando de no reflejar en su mirada toda la aversión que en ese momento se anida en su alma. De pronto siente nauseas.  Logra controlarse y sin despedirse sale de la casa.  Necesita urgentemente respirar aire fresco.
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