sábado, 4 de diciembre de 2010

"ELLA, O LA INCONGRUENTE REALIDAD DE LA IMAGINACIÓN"


ELLA, O LA INCONGRUENTE REALIDAD DE LA IMAGINACIÓN
Por: Elmor Zillón Blanco
El poeta que vino de la oscuridad



    Caminaba yo, distraídamente atento por el bordillo, cuando me sorprendí a mí mismo observando la abigarrada y uniforme muchedumbre que llenaba la desierta avenida. De pronto, en un eterno instante, oí que me llamaban por mi nombre con una voz distinta a la mía. Sin dejar de caminar, con pausada rapidez, describí un giro de 360 grados y de pronto me topo cara a cara, boca a boca, y pie a pie, con ELLA. Como en una imaginaria fábula, me llené de su dulce belleza inhóspita.  Verla tan hermosamente desgarbada,  luciendo, majestuosa, como una reina de belleza, su habitual desaliño, fue más de lo que mi pobre corazón podía soportar. Creí que mi alma desfallecería de tanto amor. ¡Pero no pudo ser!  Mi pobre corazón, sin haber muerto aún,  resucitó completamente vivo después de haber bajado al frío averno. ELLA, con su cálida frialdad, me miraba con sus ojos cerrados, como diciéndome sin decirlo que la siguiera con mis propios pies. Tranquilamente alarmado ante su tímida osadía, me dije mentalmente en voz alta, que éste debía de ser mi día de suerte. Voluntarioso como un autómata, seguí su estela que, cual buque mercante, deja su honda huella en el sinfín infinito del mar océano y penetramos en el parque ubicado al final de una lejana cercanía. Caminé tras ella hasta que nos detuvimos frente al broncíneo monumento de piedra levantado en memoria de aquel glorioso soldado desconocido que había muerto cuando estaba vivo, y cuyo cuerpo, inmortal como los dioses del Olimpo, nunca fue encontrado. Después, tampoco fue hallado entre los difuntos que murieron el día de su muerte.
Luego, en silencio, ELLA me pidió en voz alta que la esperara sentado de pie junto a la estatua ecuestre del glorioso caminante –tal parece que en aquella época aún no se habían inventado los caballos–. Afuera, en la calle, hacía un frío veraniego que congelaba las palabras antes de ser pronunciadas. Adentro también hacía calor. Al mismo tiempo que  camina con sus alados pies, flotando con rumbo desconocido hasta el sitio donde me encuentro saboreando un delicioso helado caliente,  ella sonríe  como sonriendo  y suspira como suspirando por las cálidas delicias de un café helado. Tal como errante lucero que brilla en el cielo encapotado de una noche primaveral de verano, la imagino riendo  y  bailando al son de la música dibujada con arte y maestría en el canto matutino de las aves nocturnas  que pululan por doquier en el frondoso y agostado desierto de mi alma enamorada. Tan delicioso es el sabor del insípido amor que ella inspira en mí,  que se puede comparar  con la profunda hendidura que traza el afanoso labriego en  la negra y fértil tierra  de un erial seco y espinoso.
Terminando  de disfrutar el exquisito helado caliente, me dediqué a escuchar el libro escrito con letras y símbolos que mi amigo Pedro me había obsequiado la mañana siguiente y que debía devolverle esa misma tarde. Al otro extremo de la plaza, un grupo de música Rock, el Heavy Light Metal Music, deleitaba con su música gregoriana a una nutrida concurrencia calculada entre 12 y 13 personas. Al fondo se oía el aullar de las palomas y el trinar de los perros callejeros que, uniéndose al unísono espontáneo del armonioso vaivén de las ondas sonoras que, ilusionadas,  dibujaban en el espacio etéreo, un sublime ruido semejante al aullido de una bandada de mariposas, danzaban, inmóviles al compás de la celestial música. De pronto miré al otro lado del ocaso y con pálido rubor me percaté que el sol comenzaba a levantarse en el horizonte, abrazándonos con su oscura luz primaveral. Yo mismo me sentí superficialmente conmovido en mi interior.
Recién había terminado una feliz relación tormentosa con una fémina mujer que me había llevado al borde del auto suicidio. Apenas iniciaba el comienzo a una nueva vida. Una nueva vida que me traería novedosas nuevas. Una vida que me traería una alegre felicidad o una feliz alegría. ¡No importa cuál de las dos bendiciones llegara primero! ¡Lo que importa es saber llegar! Sentía renacer mis vanas esperanzas. Ahora sentía que podría sentarme a esperar lo inesperado. Sabía que el futuro porvenir algún día habría de llegar. 
Reponiéndome con presteza de mi claustrofobia mental, y actuando con obligada espontaneidad, me acerqué caminando con mis propios pies, donde estaba ELLA. Tenía que decirle la verdadera verdad. La verdad lisa y llana. Sin elevaciones ni depresiones. Tampoco podía presentar arbustos ni abrojos. Tenía que sacar fuera de mí, todo lo que sentía en el fondo de mi humilde corazón. Un corazón enamorado que hacía circular mi roja sangre por estrechas venas y avenidas con un solo motivo: amarla a  ELLA como tantos otros la habían amado antes que yo.  Aunque me despreciara por mi cobarde audacia, tenía que hablarle hoy mismo. No podía ser otro día. ¡Mañana ya no sería hoy! ¡Oh, nefasto destino el mío que me ha premiado con mi negra suerte! Entonces, sacando fuerzas de mi debilidad, le dije con dulzura: ¡Detente un momento fugaz, que tenemos que hablar!  
ELLA me miró con su atenta indiferencia como pensando en otra cosa y se levantó de su asiento. Al ponerse de pie me percaté, por vez primera, que era una mujer alta de mediana estatura. De pie, su espalda se notaba ligeramente muy encorvada. Poseía el secreto encanto de una rara e indescifrable belleza. De la belleza propia de la mujer nativa nacida en lejanos países. Al caminar, cojeaba de ambos pies. Su imagen me recordaba la grácil figura de un pesado y alado ser mitológico que habita en el multitudinario desierto de Ulises y Odiseo. En su armonioso y desquiciado andar, cual Helena de Troya, envidiada por la misma Cleopatra, se notaba una oculta y resplandeciente belleza interior. No era la primera vez que  presenciaba tan mágico espectáculo que nunca antes había visto.
—Ante semejante visión imaginaria, mi alma, impertérrita, se postró de pie ante Ella; y siendo yo un ateo devoto, sentí la inminente necesidad de auto arrodillarme ante el altar del Creador y llenarme de su helado fuego celestial. Busqué desesperadamente en mi memoria la dirección electrónica de una cercana iglesia apócrifa o de un pecaminoso bar cuando de pronto, repentinamente, veo con mis propios ojos un arbusto verde con flores anaranjadas de color rosáceo. Sus pétalos también eran del mismo color grisáceo verdoso. Sin querer, caí de bruces ante semejante aparición. Permanecí echado en esa extraña posición un rato eterno. Me sentía excitadamente calmado, en paz conmigo mismo. ¡Qué delicioso y perturbador momento! De pronto, sentí como si una corriente de agua líquida y tibia mojara mi cara. Creí que era el mismo padre celestial quien, amoroso, enviaba su tierno rocío matinal para bendecirme. ¡Qué sublime sensación! ¡Qué glorioso momento! ¡Me sentí casi al borde del paroxismo! ¡Me sentí en pleno éxtasis extasiante! ¡Qué momento tan inolvidable! Levanto mi cara al cielo para agradecer tan sublime acto, cuando me percato que un horrible ser humano, beodo y borracho descargaba su horrible vejiga sobre el arbusto desde el lado contrario al sitio donde me encontraba echado. Al instante, y con calmada rapidez, le grité en silencio al oído, todo el desprecio que me merecía aquel hombrecillo por orinar en la calle. Miré alrededor mío, como buscando encontrar algún e inesperado desconocido objeto.  Tan desconocido era lo que yo, afanoso, buscaba, que yo mismo, en persona, no sabía qué cosa era aquello lo que deseaba encontrar. Después de una infructuosa búsqueda, pude encontrarlo completamente. Yo no sabía qué cosa era, pero lo encontré. Levemente más turbado que gato escaldado, y secándome la cara con la manga de mi camisa, regresé donde estaba Ella y la estreché entre mis brazos. Me pidió que no. Que otra vez sería la primera vez. No estaba seguro si se refería a mí o a otra persona. Con veloz precaución, la liberé de mis propios brazos y me aleje un poco definitivamente de su presencia. Le conté que la amaba desde que era un niño en mi infancia. Le hablé en silencio de mi realidad virtual. Le dije que desde hacía mucho tiempo inmemorial, sentía hacia ella una antipatía simpática que lentamente fue tornándose instantáneamente en un amor eterno para toda la vida. Le hice saber que su sola presencia me provocaba un dolor exquisito e insoportable en el corazón.  Le juré que la amaría mientras estuviese vivo o que la amaría hasta el día que muriera.
    ¡ELLA era la mujer que me hería tiernamente! ¡Sentía que ELLA me convertía en un inquieto ser dominado por la deliciosa inercia de un eterno movimiento inmóvil! ¡Cuando Ella me dirigía sus luminosas palabras con glacial ardor, yo sentía que me elevaba hasta las profundidades de la plana llanura, para luego hundirme en el pináculo del amor! ELLA representaba, en mi alocado devenir por allá, o por acá, la breve eternidad de una estrella fugaz.
Le insistí con insistente insistencia, que era Ella, el lucero mañanero que, en el cielo encapotado de una noche tormentosa invernal, ilumina la resplandeciente oscuridad con su apagada y nívea luz. Desde que la había conocido, dos semanas atrás, estaba convencido que ELLA era el amor de mi vida. Podía decir que la había amado toda la vida. En ese momento, olvidando todas las inútiles buenas costumbres adquiridas en largos años de penosa y lamentable vida libertina, deseaba con frío ardor que ELLA se convirtiera en mi dueña y señora esclava mía.  Pero no tuve la tímida valentía de los lerdos audaces. ¡Oh! ¡Malvado y  bendito influjo Cupidiano que ELLA ejerce sobre mi penosa e ilustre vida! ¡Qué cruel y tierno me resultaba aquello! ¡Sin saberlo, ELLA hace que yo me convierta en el poeta de la oscuridad que resplandece  en medio de los áureos rayos del dios Febo! ¡Qué grande y milagroso poder tiene el inodoro y fétido amor con su fértil e infecunda fragancia!
    ¿Cómo puede una persona enérgicamente parsimoniosa como yo, mostrarse tan incapaz a la hora de expresar sus sentimientos más etéreos? Pues, ¡No lo sé! ¡Sólo sé que al tratar de hablarle sentía que el aire me asfixiaba. Sentía que el aire me ahogaba. ¡El aire no me dejaba respirar!  Me sentí felizmente frustrado cuando al mirar el embrujo de su rostro angelical, ELLA, taciturna y alegre me decía palmariamente que probablemente no había escuchado nada de lo que  estábamos platicando. ¡Qué espléndido sentimiento de amor me invadió! ¡Un hermoso sentimiento de amor tierno y desgarrador se había adueñado de mi ser!  ELLA me había herido en el corazón. ¡Ella me había abierto una herida que dolía atrozmente  sin dolor, una herida que ardía sin ardor! Quise detener el tiempo. Quería dar marcha atrás para evitar que mi corazón siguiera engañándome con la incierta certeza de una falsa verdad. Sentí la necesidad de expresar un deseo: ¡oh, negra muerte! ¡Ven a buscarme! ¡Pero no me lleves todavía, que aún debo cumplir mi destino: Luchar en paz para conquistar el desierto de su amor!
    Al darme cuenta de su atenta mirada ausente, mirada que me miraba sin mirarme, me dije a mi mismo mentalmente: Elmor, estás perdiendo el tiempo, pensando y pensando.
Conturbado, miré hacia arriba como para saber si el cielo seguía allí donde lo había dejado la última vez que lo había  visto. Me sorprendió encontrarlo inmóvil en su eterno deambular sin rumbo por el espacio. En mi ignorancia enciclopédica sabía que ignoraba muchas cosas. Como no soy religioso y tampoco soy ateo,  sólo me quedaba darle gracias a DIOS por no creer en nada. Entre las infinitas alternativas que se me presentaban, sólo podía hacer una sola cosa: ¡regresar a mi casa! Sin decirle adiós, sin pronunciar siquiera una palabra hablada, me eché a caminar por la estrecha y oscura callejuela, asombrosamente ancha a esa hora del día. Con mi morral lleno de cosas vacías terciado a la espalda iba cantando en silencio acompañado de mi eterna soledad. Sólo quería llegar a mi hogar donde vivía viviendo.
¡Hacía apenas un instante, un instante infinito, que la había dejado y ya sentía una enorme nostalgia por ELLA! En el estruendoso silencio que siguió, se escuchaba el volar de una mariposa en su afán de posarse en una flor. Sentí una triste alegría al pasar cerca de una joven sentada en el hombrillo, y observar las frustradas intenciones amorosas de un zancudo tullido, que luchaba denodada y apaciblemente para clavarle su aguijón y robarle un poco del rojo líquido vital que corría por las venas de la chica. Pensando mentalmente, caí en cuenta de una triste y dulce verdad: ¡Cuando duermo es cuando observo mejor las cosas! Por tal razón, dejaré este relato aquí y lo continuaré mañana  pues estoy cayéndome de sueño. Y necesito pensar. Necesito dormir. ¡Necesito estar con ELLA!  
Ya llegó el siguiente día. Es un día nuevo. Acabo de despertar. Me he quedado dormido. ¡Dios Santo!... ¡Qué tarde es! He dormido más de lo que no acostumbro. Al cabo de un rato, de inmediato, salgo de la cama y con rapidez me visto lentamente. Al salir de casa y entrar en la calle, observo, sorprendido, que a pesar del intenso tráfico vehicular, la avenida luce completamente despejada. Para no perder tiempo, decido caminar a pie hasta mi trabajo donde laboro día a día. Debo andar 25 manzanas caminando con mis pies, para llegar al sitio donde trabajo sin hacer nada. Para evitar el cansancio y el sudor, decido ir corriendo despacio. Al doblar la esquina casi me tropiezo con una mujer ciega que, invidente, mira las luces del semáforo con sus ojos llenos de luz sin brillo, para cruzar la avenida apenas éstas cambien. Sin prestar atención a lo que ocurría a mi alrededor, miro mi reloj y con sorpresa me doy cuenta que lo tengo parado. Tuve el impulso de celebrar el hecho que hacía mucho tiempo no ocurría, pero me contuve. Con la nívea claridad que produce la presencia de un hecho confuso, me preguntaba a mí mismo: ¿Será que el tiempo se detuvo? O.... ¿será que mi reloj se me había dañado? Como si no fuese bastante con semejante duda, me acometió una nueva interrogante: ¿Estaba a tiempo para llegar a mi trabajo o iba retrasado? ¡Oh, Dios mío! ¡Qué dilema! No podía evitar preguntarme: ¡Oh! ¿Y ahora quién podrá ayudarme? ¡Y ELLA no estaba allí conmigo!
  Consciente de que mis días de infancia ya habían pasado, y por lo tanto no podría sentarme a esperar a que ningún personaje viniese en mi ayuda, me dispuse a regresar a mi hogar. Necesitaba aclarar mis dudas y mis angustias. Necesitaba pensar. No asistí a mi trabajo. Necesitaba dormir. ¡Necesitaba pensar en ELLA!
Ya era de noche oscura cuando desperté. Abrí los ojos y lo primero que me doy cuenta es que estaba despierto. Asombrosamente, estaba acostado en mi cama, en mi habitación. Afuera llovía a cántaros. Siempre llovía en raras ocasiones. Pero ese día, la lluvia era diferente. Caía una lluvia seca, hostil, empapante. Era una lluvia fría y cálida. Incrédulo, notaba que las gotas, grandes y gruesas caían afuera, en el techo de la habitación y no me mojaban, ¡ni siquiera me salpicaban!  ¡Misterios de la vida! ¿Y ELLA? ¿Estará mojándose? ¿Estará seca? ¡He allí el dilema! ¡Un nuevo dilema existencial para la humanidad humana del hombre.
A través de la ventana se veía un hermoso arco iris nocturno perfilarse contra la oscura montaña que se levantaba al fondo del valle. Pajaritos multicolores serpenteaban entre los automóviles que, inmóviles por las largas colas que se formaban en las grandes y estrechas avenidas, se apresuraban por llegar a sus destinos. Sus revoloteos y sus alegres aullidos matinales daban vida a la noche citadina y alumbraban el camino del cansado caminante quien esperaba, con peatonal y angustiada resignación, a que amainara la llovizna para abordar el transporte que lo lleve a su hogar. ¿Habrá ELLA llegado a casa?
La láctea oscuridad avanzaba inmóvil con rapidez. Las sombras de la noche cubrían con rapidez las oscuras calles de la ciudad. El olor a tierra mojada se mezclaba con el fétido perfume de las nardos y de las azucenas que a lo lejos florecían en grandes manadas en las laderas de las planas montañas que rodeaban la ciudad por un solo lado. Esta mezcla de hechos fortuitos fríamente calculados y sentimientos dulcemente contradictorios renovaron  en mi interior la eterna y efímera necesidad de verla a ELLA de nuevo. ¡Otra vez ELLA! ¡Siempre ELLA!
ELLA y yo somos absoluta y parcialmente complementarios en el amor. ELLA, tímidamente espontánea por naturaleza, con su veloz y pausado hablar, llena de palabras sus instantes de silencios y me hace sentir que cuando callada está, pareciera ausente; y hace, como por antojo, que yo, extrovertido, en mi escasa y fértil verborrea, llene de silencios mis pocas abundantes palabras. ¿No es esto complementarse en el amor? Cuando ELLA habla, yo escucho. Pero cuando yo escucho, ELLA habla. ¡Oh amor! ¡Infinito y limitado amor! ¡Mayúsculo como las dimensione  atómicas y al mismo tiempo minúsculo como el espacio sideral!
¡Eso y más que eso es ELLA para mí!    FIN.